De lunes a jueves todos son lunes. El viernes, al menos, tiene el tinte de la ligera alegría de ser el ultimo de la semana, el saborcillo de ser el comienzo del fin de semana. Al menos puedo usar jeans y camiseta y sandalias para irme a la oficina. Es solo una ilusión, porque me esperan otras 8 horas y pico, pero al menos, hay una esperanza. El resto de los días, ninguna.
Así que salgo caminando, como cada mañana, moviéndome por aquello de que cuando se deja de luchar ya se esta muerto, incluso antes de dejar de respirar, y pienso, joder, que cerca que tenemos la muerte cada día, pisándonos los talones, espiando cada paso. Cuando dejes de luchar habrás muerto. Si, esta cerca.
Salgo del metro, mi piloto automático (con el que sobrevivo los primeros cinco malditos días de cada semana) me lleva a la parada del tranvía, pero el paso esta bloqueado. Están reconstruyendo las líneas, y lo se, incluso creo que mi piloto automático lo sabe también, pero lleva mucho tiempo moviéndose por instinto y su instinto dice que la parada del tranvía es allí, y tiene razón siempre, menos hoy. Así que giro sobre mis pasos y me dirijo a la parada del autobús.
En esas, aparece un hombre muy sucio y sin cuello, va a pasar justo cerca de mí, lo calculo en su trayectoria y clavo mis ojos en mi Sudoku, y dejo que la música me taladre la cabeza. El Sudoku no es solo un juego matemático donde colocas números y desengrasas el cerebro. Cuando lo mezclas con una buena música, consigues un escudo antibombas, nadie te puede molestar, nadie, ni siquiera este hombre pestilente y sin cuello que gracias a mi escudo ya ha pasado de largo sin que yo lo note.
El autobús llega, me muevo, me subo. Ahora estoy más cerca de la oficina, de otro día de trabajo, aunque sea viernes.
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